enBABIA. Revista digital. Fuerteventura.: Un cuento

Un cuento



A Katalina, lo que menos le gustaba sobre todas las cosas era volver sola de noche a casa. Encontraba siempre algún pretexto que la alejara de la fría oscuridad que la abrazaba al entrar a su piso de la Avenida de los Poetas. Tenía siniestros motivos por los que no volver, pero casi nunca los hablaba con nadie, ni si quiera con sus escasos amigos más íntimos. Solía dar largos paseos por la playa dibujando lentamente sus huellas sobre la arena. Se tomaba largo tiempo en esta tarea, dejando cada huella como una pequeña obra de arte con aires de perdurar. Cualquier cosa es mejor que volver sola a casa, se decía mientras regalaba un cuadro nocturno en el que unas huellas seguían a una mujer que caminaba sola, descalza hacia la luna llena.
No recordaba con exactitud cuando dejó de disfrutar sola, en que momento dejó de ser suficiente compañía para si misma. Pero lo que si recordaba con pavor cada noche, era quien la esperaba en los rincones más oscuros de su casa, en los silencios más tupidos de la noche; el inseparable monstruo de la soledad. Había nacido en el armario, junto con el resto de monstruos que nos acompañan en nuestra vida cotidiana. Katalina recordaba la época en que era su monstruo favorito, recordaba con nostalgia los días en los que jugaban juntos a pintar mundos imaginarios, a explorar cada rincón de la casa. Se divertían asustando al monstruo del miedo y escondiendo las cosas del monstruo del egoísmo. Por aquella época casi ninguno quería salir del armario mientras que Katalina y el monstruo de la soledad se hacían amigos.
Pero los años fueron dando al monstruo de la soledad un aspecto más terrorífico, su piel se cubrió de trozos de los peores recuerdos que se amontonaban en su espalda, formando una cordillera llena de aristas de desconsuelo. Collares de lágrimas resecas rodeaban su cuerpo y un fétido olor a nostalgia envolvía cualquier estancia donde se encontrara. Hacía ya tiempo que Katalina había dejado de ser su amiga, la había sustituido por el monstruo del miedo; con el que se comentaba en el armario que vivían un intenso romance.
El querido amigo de Katalina se había convertido en un terrible enemigo que la conocía bien. Sabía donde esconderse para darle los peores sustos y solía dormir en las habitaciones donde más feliz le hacía estar. Ella lo evitaba nerviosamente, intentado distraerse con cualquier cosa que la evadiera de pensar en su presencia. Pero muchas veces terminaba rendida y agobiada y salía de casa. Fue en una de esas salidas, en uno de esos largos paseos, cuando Katalina empezó a urdir un plan para librarse de su monstruo.
En un saco de papas de veinticinco kilos, empezó a reunir papeles y folletos de cosas que la hacían feliz. Juntó fotos de seres queridos. Recopiló las ofertas de viajes por hacer. Metió también dos camisas de rayas, un puf y unas gafas estilo años sesenta que la hacían reír mucho. Llenó el saco de ilusiones y se supo afortunada por la cantidad de cosas que había reunido. Lo guardaba en casa de su madre para que en ningún caso el monstruo de la soledad lo viera.
El día que tuvo el saco preparado fue un gran día. Katalina salió de casa de su madre con el saco entre los hombros y paso decidido hacia su casa. Lucia una sonrisa que su rostro ya había olvidado. Subió las escaleras y abrió de un portazo la puerta de su casa. El monstruo de la soledad que hacía manitas en ese mismo momento con el del miedo, dio un salto y se cayó de espaldas, Katalina aprovechó la ocasión para rociarlo con el contenido del saco. El monstruo se revolvía en el suelo intentando quitarse de encima semejante piñata, pero cuando intentó incorporarse resbaló con uno de los folletos y volvió a caerse para atrás. Esta vez fue a parar al puf, donde se quedó sentado envuelto en las camisas de rayas y con las gafas estilo sesenta colocadas por puro azar sobre los ojos. Tenía los folletos dispersos delante de él y las fotos le habían cubierto el cuerpo. Parecía un vendedor ambulante de Casablanca. Katalina no pudo más que echarse a reír y miró al monstruo con ternura, éste le devolvió una mirada sumisa y sonrió torpemente. Katalina comprendió en ese momento que el monstruo se comportaba a su antojo, que era ella la que le daba la fuerza y también por supuesto quién se la quitaba. Desde ese día Katalina aprendió a convivir con el monstruo y retomaron su vieja relación de amistad. Diría que fueron felices y que comieron perdices, pero todo el mundo sabe que los monstruos no comen perdices y a Katalina tampoco es que le hicieran mucha gracia.

Adal Santana